
Todos hemos escuchado ya con bastante interés en cualquier tertulia que podamos escuchar, el término llamado “cartilla COVID-19”, también conocida como “pasaporte COVID”. Según se informó, se trataba de un “proyecto experimental”, que “simule la cartilla internacional de vacunación” y que tenga su réplica en la tarjeta sanitaria virtual, con la idea de que quede reflejado si la persona ha pasado la epidemia, tiene anticuerpos, se ha hecho PCR o ha tenido acceso a otras pruebas. La finalidad de este pasaporte se indicaba que era evitar confinamientos, acceder con seguridad a establecimientos como los gimnasios, museos, y, en general, cualquier recinto cerrado, a partir de la identificación de “quiénes en estos momentos no pueden contagiar ni ser contagiados y pueden volver a la normalidad”.
De esta forma se buscaba concentrar esfuerzos en proteger al vulnerable y permitir al resto una vuelta a la vida normal, contribuyendo así a la reactivación económica.
Pues bien, este anuncio tuvo como consecuencia algunos efectos de actuación preocupantes y cuestionables; particularmente, por el uso que podría hacerse de esa información personal sobre la salud recogida en la llamada cartilla COVID. Estas dudas sobre su legalidad es lo que vamos a analizar en la presente entrada.
La conexión directa de la cartilla con una supuesta movilidad segura de personas explica que el sector turístico fuese uno de los principales defensores de la medida ante el inicio de la temporada de verano. No obstante, el rechazo a los denominados “pasaportes epidemiológicos” o “certificados de inmunidad” ha sido generalizado desde diversos sectores y sobre la base de argumentos de variada naturaleza: médicos y científicos, éticos y jurídicos.
Entrando ya en un ámbito jurídico, podemos decir que esta cartilla o pasaporte de este tipo implica una clara diferenciación entre quienes puedan contar con un certificado acreditativo de haber pasado la enfermedad o de no estar contagiados en un momento o período determinado, y quienes no puedan contar con el mismo por el mero hecho de no haber caído enfermos o no poder costearse la prueba, entre otros posibles motivos.
Como sabemos, desde el punto de vista jurídico-constitucional, las medidas que presumen un trato jurídico diferente de unos colectivos respecto a otros deben superar un triple canon de validez:
1) En primer lugar, tenemos que determinar si la medida diferenciadora adoptada responde a una finalidad legítima. El pasaporte COVID pretende, en primer término, distinguir entre quienes han pasado la enfermedad o, en su caso, cuentan con pruebas que acrediten no estar contagiados, por un lado, y quienes están enfermos, no la han sufrido aún o no cuentan con tales pruebas concluyentes, por otro lado. A partir de esa clasificación, se trataría de permitir a los primeros una vuelta a la normalidad de sus actividades recuperando el pleno ejercicio de sus derechos de movilidad (junto a otros asociados a ésta) y, con ello, contribuir a la reactivación económica; mientras los segundos mantendrían restringida su movilidad y otros derechos por razones de salud pública. Reactivar la economía y velar por la salud pública son, en principio, legítimas atribuibles a la idea del pasaporte COVID.
2) En segundo lugar, la medida cuestionada ha de ser idónea o adecuada al fin perseguido. En este control ya vemos más obstáculos para su cumplimiento. Como ha indicado la doctrina: “el limitado conocimiento que tiene la ciencia sobre el virus SARS-CoV-2 y la enfermedad que desencadena (COVID-19) no permite afirmar con suficiente certeza algunos de los presupuestos que la medida de la cartilla COVID toma como esenciales. Así, los estudios antes citados afirman que no cabe atribuir inmunidad permanente a quienes hayan pasado la enfermedad, se desconoce con certeza el tiempo de efectividad de los anticuerpos generados, la cantidad y calidad de anticuerpos puede variar de unas personas a otras haciendo posibles nuevos contagios, la precisión de los diversos tipos de test que se vienen realizando no es suficiente para garantizar una fiable identificación de personas inmunizadas o no y, finalmente, el volumen de test que se vienen realizando y el porcentaje de población que, a la luz de éstos, ha superado la enfermedad no son suficientes como para justificar medidas de levantamiento parcial de las restricciones a las personas supuestamente inmunes a partir de un pasaporte o certificado epidemiológico. En consecuencia, y desde este punto de vista, podría concluirse que tales pasaportes o certificados no son en sí mismas medidas antijurídicas pero, para el caso concreto de la enfermedad provocada por el virus SARS-CoV-2 y ante el estado actual de la pandemia y del conocimiento científico sobre la misma, resulta una medida injustificada por falta de idoneidad o utilidad a los objetivos que persigue. Sencillamente, un pasaporte COVID no nos garantiza, en las circunstancias concretas del caso, el logro de los fines u objetivos que, teóricamente, motivan o justifican esta medida”.
3) Para finalizar, toda medida que suponga un trato jurídico diferenciado debe resultar proporcional en sus efectos o resultados, de forma que éstos superen o compensen los costes que genera. Dichos costes se cifran en el grado de afectación que otros derechos o bienes jurídicos sufren como consecuencia de la medida adoptada. El pasaporte COVID incide, en primer lugar, en el derecho a la libre circulación de quienes no tengan acceso al mismo y, sobre la base de ello, en todos los demás derechos fundamentales que necesitan de la libertad de movimientos para su ejercicio efectivo: celebrar reuniones familiares, participar en reuniones o manifestaciones, asistir a clases, abrir el propio negocio, entre otros muchos ejemplos. En segundo lugar, la expedición y posterior uso del pasaporte COVID tiene incidencia directa sobre la intimidad personal, en relación a los datos relativos a la salud de las personas, de forma que el pleno ejercicio de muchos derechos quedaría condicionado a la revelación de esos datos tan sensibles. Y finalmente, la cartilla COVID tiene un impacto de alcance transversal sobre todos los derechos que directa o indirectamente se vean afectados por la misma: la diferencia de trato jurídico que establece atiende a una cualidad personal –el estado de salud– que puede considerarse discriminatoria en determinados contextos en que no estaría justificado distinguir entre las personas con base en dicho argumento. En definitiva, la expedición de un pasaporte COVID constituye una medida con un impacto condicionante del ejercicio de otros derechos fundamentales potencialmente expansivo, a menos que se configure de una manera muy precisa y limitada en cuanto a sus usos.
Y una vez analizado esto, me gustaría analizar también un tema que considero importante. Se ha comentado que no se va a descartar que este pasaporte COVID permitiría disponer de un registro de todo el que se hubiere sometido a pruebas y esto ha tenido un impacto muy sensible en materia de búsqueda y acceso al empleo. En efecto, la acreditación de una supuesta inmunidad ha empezado a introducirse como factor distorsionante en los procesos de búsqueda de empleo, selección de personal y contratación. Incluso muchos demandantes de empleo incluyen en sus currículums el dato relativo a su supuesta inmunidad tras haber superado la enfermedad, pudiendo los empresarios tomar dicho dato de salud como criterio decisivo para la contratación de personal.
Como sabemos, nuestra normativa laboral prohíbe la discriminación directa o indirecta para el empleo por muy diversas razones. Entre tales razones no se contempla expresamente ni la enfermedad ni la salud.
Entre las causas de discriminación prohibidas por nuestra legislación laboral se encuentran otras que pueden verse afectadas por la práctica de requerir el llamado pasaporte COVID para optar a un empleo. Podemos indicar, en primer lugar, la condición social, por el efecto condicionante que tendría el coste de la prueba y la correspondiente cartilla para aquellos que no puedan justificar acudir al servicio público de salud y tengan que procurársela por cauces privados. En segundo lugar, la información que procura acreditar el pasaporte COVID –fundamentalmente, haber superado la enfermedad y ser inmune, supuestamente, a ella– plantea un peculiar encaje en las causas de discriminación apuntadas. Lo paradójico de la eventual exigencia de un pasaporte de inmunidad para ser contratado es que el hecho de no haber pasado la enfermedad, esto es, el hecho de estar y haber estado sano, se revelaría como un factor de salud discapacitante a los ojos del empresario contratante, que nada tiene que ver con los requerimientos técnicos o de cualificación de la labor a desarrollar. Y consiguientemente, el hecho de haber enfermado y, afortunadamente, superar la enfermedad aparece como una ventaja competitiva en el difícil trance de la búsqueda de empleo. Por lo tanto, podemos concluir que el pasaporte COVID introduce muy claramente un criterio de selección en el momento de la contratación que atiende a un dato sobre el estado de salud de los candidatos: su exposición pasada y futura a una enfermedad concreta, de donde se deriva la preferencia por aquellos considerados inmunes y la exclusión de aquellos que al no haber pasado la enfermedad serían considerados –de forma totalmente desproporcionada– no aptos para desempeñar el trabajo.
Y podemos dar un paso más allá, mucho más dantesco. El demandante de empleo puede llegar a considerar como asumible el riesgo de contagiarse deliberadamente para, una vez superada –con suerte– la enfermedad y obtenida su cartilla COVID, tener más opciones de ser contratado. ¿Se imaginan…?
Además, si lo vemos desde una óptica empresarial, este pasaporte COVID garantizaría al empresario un ahorro de los costes asociados a las ausencias y bajas laborales relacionadas con el COVID-19 (donde se incluyen no sólo el contagio sino también los períodos de aislamientos preventivos derivados del contagio de contactos estrechos de un trabajador).
Por lo tanto, es más que palpable que el hecho de no haber pasado una enfermedad a la que están expuestas todas las personas no podemos aceptarlo como un criterio válido determinante de la aptitud para desempeñar un empleo y, por tanto, de diferenciación entre candidatos aptos y no aptos. Estaríamos ante una diferencia de trato que no obedece a razones objetivas y razonables determinadas por las exigencias físicas y/o técnicas requeridas por el concreto tipo de actividad a realizar sino, más bien, a elementos subjetivos y aleatorios inasumibles jurídicamente por su efecto discriminatorio. Piénsese que una persona que no ha pasado la enfermedad derivada del SARS-CoV-2, y que quizá nunca resulte contagiada, quedaría sistemáticamente excluida del acceso a todo tipo de empleo por un mero cálculo de riesgos empresarial.
Como idea de lo que estamos comentando podemos afirmar que “la consecuencia de requerir la acreditación de inmunidad, que supuestamente supone haber pasado la enfermedad derivada del SARS-CoV-2, es considerar faltos de aptitud para el trabajo a aquellos que nunca se han contagiado; circunstancia ésta –estar y haber estado sano– que en ningún caso puede justificar una discriminación en el acceso al empleo”.
Sería muy conveniente entonces que nuestra legislación laboral –y desde luego la negociación colectiva– añada medidas concretas dirigidas a prohibir o neutralizar la revelación voluntaria de datos sobre la salud del demandante en el contexto de los procesos de acceso al empleo para evitar prácticas discriminatorias, salvo en los casos en que dicho conocimiento sí esté justificado por el tipo de trabajo a desarrollar. De esa forma, podría impedirse a los propios candidatos la presentación de pasaportes COVID o certificados similares junto a sus currículums, más allá de la obligación de excluirlos o no considerar tal información por parte de empresarios, servicios de empleo, agencias de colocación y, en general, de los responsables de la selección de personal.
COMENTARIO: También opino que resulta muy complicado impedir que en el contexto de una entrevista de trabajo se confiese de forma espontánea (o inducida) el contagio o no por SARS-CoV-2; o bien que las redes sociales del candidato den cuenta por sí mismas si éste contrajo la enfermedad previamente o no.
Ante tales circunstancias en las que, sin requerirse formal y abiertamente información sobre la salud de los candidatos (discriminación patente), ésta puede resultar, de hecho, conocida y determinante de la decisión empresarial de contratar, la cuestión queda planteada en términos de una posible discriminación encubierta (SSTC 198/1996, 107/2000, 13/2001) en el acceso al empleo (STC 173/1994, FJ 3). Cuando ello ocurre, todo depende de una nada fácil labor probatoria del conocimiento empresarial de los datos de salud y de la motivación discriminatoria y no objetiva o técnica de la decisión empresarial que llevó a contratar a unos candidatos en lugar de a otros. La jurisprudencia constitucional ofrece ejemplos de la dificultad de acreditar indicios de discriminación suficientemente sólidos y la relativa flexibilidad con que pueden llegar a aceptarse como válidos los criterios empresariales justificativos de decisiones tan discrecionales como las relativas a la selección de personal (SSTC 41/2002, 233/2007, 92/2008, 124/2009, 173/2013).
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Ángel Ureña Martín
Soy un letrado laboralista apasionado por el Derecho Laboral, director de este blog y colaborador habitual en varios portales jurídicos. Saber más
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